El rugido de la razón: el Debate de Oxford y el nacimiento público de la evolución
El 30 de junio de 1860, en una sala abarrotada del Museo de Historia Natural de Oxford, ciencia y religión se midieron cara a cara ante una audiencia dividida entre la curiosidad y el escándalo. Lo que ocurrió aquel día fue más que un debate: fue una declaración de intenciones. La teoría de la evolución de Darwin se defendía en público por primera vez. Y aunque Darwin no estaba presente, su idea —revolucionaria y provocadora— estaba en el centro de todas las miradas.
Una sala. Un obispo. Un científico. Y una idea que desafiaba siglos de certezas.
El 30 de junio de 1860, en el Museo de Historia Natural de Oxford, se celebró uno de los momentos más icónicos de la historia de la ciencia moderna: el Debate de Oxford sobre la evolución. Allí, en el marco de una reunión de la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia, se enfrentaron dos visiones del mundo: la creacionista, tradicional, encabezada por la Iglesia de Inglaterra, y la naturalista, nueva y aún polémica, inspirada por la reciente publicación de El origen de las especies, de Charles Darwin.
Lo que ocurrió en esa sala fue un rugido de pensamiento crítico. Una sacudida en la conciencia victoriana. Un momento que simboliza el paso de la ciencia como saber privado a campo de batalla público.
Una teoría que removió la tierra… y los cielos
A finales de 1859, El origen de las especies se publicó con una tirada discreta. Sin embargo, el libro de Darwin, con su concepto de selección natural, ponía en cuestión no solo la biología tal como se entendía entonces, sino también la concepción del ser humano como creación divina separada del resto de los seres vivos. Darwin proponía que el ser humano no era más que una rama más del árbol de la vida, fruto de un proceso ciego, gradual y natural. Un animal más.
La reacción fue inmediata. Algunos científicos acogieron la teoría con entusiasmo; otros, con escepticismo. Pero la verdadera oposición vino desde los sectores religiosos, que veían en la evolución un atentado directo contra la narrativa bíblica del Génesis.
Fue en ese contexto donde se gestó el llamado «debate de Oxford». Aunque en realidad no fue un debate formal con reglas, ni un cara a cara pactado, sino una discusión espontánea dentro de una sesión científica sobre la obra de Darwin. Pero su eco trascendió las paredes del museo.
El escenario: Oxford, 1860
La cita era el 30 de junio, en una sesión sobre El origen de las especies dentro del congreso de la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia. La sala, repleta. Entre el público, científicos, clérigos, damas victorianas, estudiantes y curiosos. Se dice que el ambiente era eléctrico: todos sabían que aquel no sería un encuentro más. Darwin no estaba presente —estaba enfermo y prefirió no asistir—, pero envió a su aliado más vehemente: Thomas Henry Huxley, biólogo, anatomista y más tarde conocido como «el bulldog de Darwin».
Frente a él, el carismático y elocuente Samuel Wilberforce, obispo de Oxford, quien había publicado una crítica feroz a la teoría darwiniana días antes. Era un excelente orador, entrenado en retórica y acostumbrado a los púlpitos. También participaba en el encuentro Joseph Dalton Hooker, botánico y amigo íntimo de Darwin, uno de los pocos que había conocido la teoría de la evolución antes de su publicación.
Una frase que hizo historia (o no)
Según las crónicas más repetidas —y más discutidas—, el momento culminante llegó cuando Wilberforce, en tono burlón, preguntó a Huxley si descendía del mono por parte de padre o de madre.
Huxley, firme, habría respondido: «No me avergüenzo de tener por antepasado a un mono. Me avergonzaría, en cambio, de tenerlo por antecesor en la línea humana a alguien que hace mal uso de sus talentos para ridiculizar una discusión científica seria». Y con eso, el público habría estallado.
¿Ocurrió realmente así? Los historiadores discrepan. No hay una transcripción oficial del debate, y los testimonios varían. Algunos relatan que Huxley se levantó enardecido. Otros, que lo hizo con frialdad británica. Algunos incluso dudan de que Wilberforce pronunciara exactamente esa frase. Pero lo cierto es que, desde entonces, aquel intercambio se convirtió en símbolo de un nuevo tiempo.
Más allá del mito
Más allá de las frases memorables, lo importante es lo que representó. Por primera vez, la ciencia moderna se defendía públicamente en un foro abierto, frente a la tradición religiosa dominante. Era el inicio de una nueva forma de entender el saber: no como dogma, sino como hipótesis que debía sostenerse frente a los argumentos, no frente a las escrituras.
El debate de Oxford no resolvió la controversia, pero marcó un antes y un después. La evolución seguía siendo una teoría joven, sin pruebas fósiles concluyentes ni genética de apoyo. Pero algo había cambiado: la ciencia se había hecho oír. Había dejado el laboratorio y subido al estrado. Y no se bajaría de él.
Ciencia y religión: más matices que mitos
Es importante matizar: no todo el mundo religioso se opuso a la evolución, ni todos los científicos eran ateos. El propio Darwin nunca se declaró abiertamente como tal, aunque su fe se fue desdibujando con los años. Hooker era hijo de un clérigo. Asa Gray, uno de los grandes defensores de Darwin en EE. UU., era cristiano practicante.
El conflicto no era entre ciencia y fe, sino entre una visión estática del mundo y una visión en movimiento, abierta a que el conocimiento evolucionara, igual que las especies. El debate de Oxford fue un teatro de ese cambio de mentalidad.
El legado de una sala llena
Hoy, más de 160 años después, el Debate de Oxford sigue siendo una referencia en la historia de la divulgación científica. Representa un momento fundacional en el que la ciencia decidió hablar alto y claro ante el juicio público. Y en el que la audiencia —ese tercer actor imprescindible— comenzó a entender que el conocimiento no es una cuestión de autoridad, sino de evidencia.
En aquel momento, la teoría de Darwin estaba aún en pañales. No existía la genética mendeliana, no se conocían los genes ni el ADN. Sin embargo, el modelo resistió. Y con el tiempo, la biología moderna fue confirmando —con nuevas herramientas y datos— lo que aquel libro de 1859 había sugerido con observación, lógica y coraje.
Hoy, sabemos que todas las especies están conectadas por un hilo evolutivo. Que el ser humano es parte, no centro, de la vida. Y que el debate no terminó en Oxford: solo empezó.
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