Los azares de la gloria

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Quien tenga ocasión de darse una vuelta por los alrededores de la madrileña plaza de toros de Las Ventas contemplará uno de los pocos conjuntos escultóricos que nuestro país dedica a un científico.

TEXTO POR DAVID SUCUNZA
ILUSTRADO POR ALBERTO PIERUZ
ARTÍCULOS
ANTIBIÓTICOS | HISTORIA
20 de Junio de 2016

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En él un diestro de bronce saluda, montera en mano, al busto de quien la memoria colectiva reconoce como el descubridor de la penicilina. La placa que acompaña a este último reza: «Al doctor Fleming en agradecimiento de los toreros. 14 de mayo de 1964». 

No es de extrañar: si todos contamos con la enorme suerte de vivir en una sociedad con antibióticos, qué decir de un gremio con riesgo a visitar el quirófano varias veces durante su carrera. Porque ¿qué resulta más peligroso, un toro o una bacteria capaz de infectar una cornada? Hoy, escogeríamos la primera opción pero hasta mitad del siglo XX quizás nos hubiésemos decantado por la segunda. Y, sin embargo, algo chirría en este monumento. O mejor dicho, algo falta. Casi todo el mundo identifica al médico escocés como único protagonista de un relato que derivó en uno de los grandes hitos de la ciencia. Recordamos vagamente una anécdota de serendipia y poco más. Así de simple. Pero no acertado. En realidad, nos encontramos ante una historia mucho más compleja. Y más interesante. Recapitulemos. 

En 1928, Alexander Fleming, investigador del St. Mary’s Hospital de Londres, descubrió que el jugo segregado por el hongo Penicillium notatum inhibe el crecimiento de distintas bacterias, entre las que se encuentran las responsables de la gonorrea, la meningitis y la difteria. Publicó sus observaciones al año siguiente pero, si bien continuó por algún tiempo con esta línea de trabajo, no avanzó mucho más. Incapaz de aislar el principio activo causante de la actividad antimicrobiana, acabó por abandonarla para centrarse en el estudio de las sulfamidas, el producto de moda por aquellas fechas.

Una década después, un joven investigador de la Universidad de Oxford, Ernst Chain, leyó el artículo de Fleming y convenció a su superior, Howard Florey, a la sazón catedrático de patología de esta universidad, de que incluyese este tema en el plan de trabajo de un proyecto de investigación que estaba por pedir. Sin esperar a la resolución del mismo, Chain consiguió una cepa del moho en cuestión y comenzó a realizar una serie de experimentos preliminares. Pocos meses más tarde, la penicilina se había convertido en el principal foco de atención tanto de Chain como de Florey y del personal que este último tenía a su cargo.

Gracias a las ventajas que ofrecen los equipos multidisciplinares, el grupo de Oxford fue venciendo las dificultades que en su momento habían derrotado a Fleming. Primero aislaron el elusivo principio activo del jugo, que resultó un sólido cristalino, y luego ensayaron en ratones su capacidad de protección contra las infecciones bacterianas. Obtuvieron resultados excelentes, lo que les animó a dar el gran paso: probar con seres humanos. Para ello Florey se dirigió a uno de los principales hospitales de Oxford, el Radcliffe Infirmary, donde le esperaba Albert Alexander, un paciente desahuciado que, como tantos otros, agonizaba por una infección bacteriana que los médicos no tenían manera de detener.

Gracias a las ventajas que ofrecen los equipos multidisciplinares, el grupo de Oxford fue venciendo las dificultades que en su momento habían derrotado a Fleming.

Este primer intento constituyó al mismo tiempo un triunfo y un fracaso. Sirvió para demostrar el potencial de la penicilina, de hecho, la mejoría de Alexander durante los primeros días de tratamiento rebasó todas las expectativas, pero no para salvar su vida, ya que las exiguas reservas del antibiótico se agotaron demasiado pronto. Un fiasco provocado por las dificultades que entraña trabajar en un país en guerra, no olvidemos que en aquellos momentos los bombardeos de la Alemania nazi estaban sometiendo a Gran Bretaña a un duro castigo.

Sabedor de sus limitaciones, Florey decidió viajar a Estados Unidos acompañado por Norman Heatley, principal responsable en su grupo del cultivo del hongo Penicillium, con la esperanza de involucrar a la industria farmacéutica de este país en la producción del fármaco. Contó para ello con el apoyo de la Fundación Rockefeller, que ya financiaba parte de sus investigaciones. El plan resultó un éxito. A su regreso a Oxford en septiembre de 1941, Florey había logrado el acuerdo que pretendía: sus conocimientos acerca de la penicilina, sobre la que no había registrado patente alguna, a cambio de recibir un kilogramo de esta sustancia para completar los ensayos clínicos en pacientes.

El ataque japonés a Pearl Harbor, sin embargo, impidió que se cumpliese este pacto entre caballeros. Estados Unidos entró en guerra y la penicilina se convirtió en un asunto de estado para ellos. Esto aceleró el desarrollo del antibiótico pero alejó a Florey del foco. Los centenares de investigadores estadounidenses que se sumaron al proyecto necesitaron cada gramo de producto obtenido, fuese para sus propios estudios, fuese para enviarlo al frente, donde centenares de miles de soldados salvaron la vida gracias a este fármaco revolucionario.

En marzo de 1944, se inauguró en Nueva York la primera planta de producción de penicilina a escala industrial. Pronto vendrían muchas más. Una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial, durante la cual el uso de este antibiótico se mantuvo restringido a fines militares, se inició la comercialización del mismo. Al fin, los médicos contaron con un arma capaz de frenar las enfermedades infecciosas. Por ello, Fleming, Chain y Florey compartieron el Premio Nobel de Medicina de 1945, justo reconocimiento a los principales responsables de uno de los logros científicos con mayor implicación en nuestra salud. Aunque tampoco se debería olvidar la labor de los centenares de investigadores anónimos que contribuyeron a que el desarrollo de este fármaco se produjese en un tiempo record. 

Un llamativo dato atestigua este hecho: su estructura química, resuelta por la británica Dorothy Crowfoot Hodgkin gracias a la difracción de rayos X, no se conoció hasta ese mismo año, 1945. Gracias a este hallazgo se pudo producir penicilina en grandes cantidades y a un precio más económico. Para entonces, la gloria ya había elegido a su favorito, mientras que Fleming se había convertido en una celebridad mundial, la fama de Florey y Chain apenas rebasaba el ámbito científico. ¿No parece injusto teniendo en cuenta sus respectivos méritos? Sin duda, aunque también es cierto que existe una causa.

La primera aparición de la penicilina en la prensa se produjo el 27 de agosto de 1942, cuando una editorial en The Times hizo referencia a las investigaciones británicas sobre el entonces esperanzador nuevo fármaco. El texto no pasaba de trescientas palabras pero el superior de Fleming en el St. Mary’s Hospital, Almroth Wright, vio una buena oportunidad de hacer algo de publicidad a su centro y escribió una carta al periódico reivindicando el papel del médico escocés en el hallazgo. Esta encontró réplica al día siguiente por parte del catedrático de química orgánica de la Universidad de Oxford, Robert Robinson, quien reconocía la labor inicial de Fleming pero reclamaba para Florey parte del crédito. Ante la controversia, los periodistas se dirigieron a ambos protagonistas, siendo recibidos con una actitud muy diferente.

Fleming se mostró encantado del interés de los medios y, si bien no exageró su contribución al logro, digamos que se dejó querer. Florey, por el contario, se quitó de encima a los reporteros en cuanto pudo. Disparidad de caracteres y de situación personal: mientras el primero era un tipo tímido pero afable que supo disfrutar de una notoriedad no buscada, al segundo le venció su carácter huraño y, al no haber finalizado los ensayos clínicos del antibiótico, el temor a levantar unas expectativas que luego no pudiese confirmar. Si a esto le añadimos el origen de cada uno, británico el de Fleming pero australiano el de Florey y judío alemán el de Chain, encontramos el porqué de las preferencias de la opinión pública por el escocés. 

Y así, primero en Reino Unido y luego en todo el mundo, Fleming se vio erigido en el héroe que toda buena historia necesita. Por eso, cuando el prestigioso magazine norteamericano Time se hizo eco en mayo de 1944 del desarrollo del fármaco, fue su cara la que apareció en portada junto a la frase «su penicilina salvará más vidas de las que la guerra puede arrebatar» —«His penicillin will save more lives than war can spend»—. Cuando decenas de países quisieron honrar al padre del primer antibiótico, fue a él a quien llamaron. Uno de estos viajes, por cierto, lo traería a España, donde en la primavera de 1948 se celebró un homenaje de los toreros en la Plaza de las Ventas que sirvió como preludio a la estatua antes mencionada.

Y así, primero en Reino Unido y luego en todo el mundo, Fleming se vio erigido en el héroe que toda buena historia necesita.

En fin, ya saben, si juegan al Trivial Pursuit y les preguntan por el descubridor de la penicilina, contesten Alexander Fleming pero piensen en todos aquellos que también merecerían estar incluidos en la respuesta.

Bibliografía

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