La vida que cayó del cielo

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Es posible que todo empezase con un suicidio. Es posible que, tras mucho tiempo vagando por el espacio sideral a velocidades supersónicas; soportando todo tipo de radiaciones; el frío más extremo y el silencio más abrumador, un cometa, cansado de admirar en soledad cosas que nosotros los humanos apenas creeríamos, pusiese fin a sus días estrellándose contra la Tierra.

TEXTO POR ESTEBAN G.R. LUNA
ILUSTRADO POR JAIME HAYDE
ARTÍCULOS
ASTRONOMÍA
13 de Junio de 2016

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Con el impacto, todos aquellos momentos se perdieron en el tiempo, sí, como lágrimas en la lluvia, pero es posible que aquel acto inverosímil pudiese haber merecido la pena. No pocas investigaciones científicas, las más recientes llevadas a cabo durante la celebrada misión Rosetta, señalan que en la composición de los cometas hay moléculas orgánicas complejas. No faltan quienes se atreven a aventurar que dichas moléculas podrían haber sido determinantes en las reacciones químicas primigenias que dieron lugar a los seres vivos. Otros estudios se atreven a señalar, directamente, que bacterias extremadamente resistentes podrían sobrevivir a un viaje a bordo de los cometas. De ser así, podrían haber encendido el interruptor de la maquinaria biológica que nos ha traído hasta aquí. Como si en un aquí te pillo, aquí te mato de dimensiones planetarias, un espermatozoide se hubiese fundido con un óvulo en el instante preciso de maduración para concebir una nueva criatura: la vida en sí misma. A esta posibilidad, la de que la vida no se originase en la Tierra, sino que fuese inoculada desde fuera, se le conoce como hipótesis de la panspermia.

Todo se antoja aún más asombroso si nos damos cuenta de que el momento de la inseminación fue más crítico de lo que podría parecer a simple vista. Estos impactos suelen ir asociados, al menos en el caso de la Tierra, justo a todo lo contrario, a cataclismos globales y extinciones masivas que han colocado a los seres vivos al borde mismo de la desaparición durante miles de años.

En Las edades de Gaia, un libro publicado en 1988, se introdujo por primera vez la original perspectiva de que la Tierra es un inmenso organismo vivo que se autorregula. El autor James E. Lovelock postula que la vida es «un fenómeno a escala planetaria durante un lapso de tiempo cosmológico». Es decir, que el extraño accidente de la vida, «la cosa más improbable de todas», tuvo un principio y tendrá un final dentro de esta habitación con vistas a la que llamamos mundo, aunque eso no quiere decir que tenga que haber ocurrido (o vaya a ocurrir) solo aquí. El excéntrico y brillante científico británico, doctor en medicina y en biofísica, profesor en universidades como Yale o Harvard y colaborador de la NASA en el programa Surveyor, se retiró después de todo aquello a un laboratorio que él mismo construyó en Cornualles para desarrollar su teoría de manera independiente. En ese libro, el primero de varios en los que recopila e interpreta las conclusiones de sus estudios, incide, sin entrar en el detalle de si se originó en la Tierra o vino del exterior, en la asombrosa concurrencia de las condiciones necesarias para que, en un momento muy preciso, surgiese la vida terrícola.

No pocas investigaciones científicas señalan que en la composición de los cometas hay moléculas orgánicas complejas

Hay incluso quien atribuye, tomándose bastantes licencias, al filósofo presocrático Anaxágoras la hipótesis de que la vida en la Tierra proviene del espacio exterior. Según él mismo: «Los animales fueron formados a partir de la calidez y la humedad de la tierra gracias a los materiales que descendían desde el cielo, hasta que llegó un momento en que comenzaron a reproducirse unos a partir de otros». Una explicación que recuerda a la idea que Lovelock desarrollaría veinticinco siglos después. Esta coincidencia es solo una más en una secuencia de pensamientos «inspirados» que fueron rechazados en sus orígenes por resultar totalmente inverosímiles e imposibles de demostrar.

La misma osadía que Anaxágoras la mostraron otros científicos que formularon en siglos posteriores unas ideas muy parecidas, basadas en un conocimiento creciente del funcionamiento del cosmos. Muchos de estos pensadores tuvieron que soportar la indiferencia o el desagravio generalizado por defender lo que, en 1969, el astrofísico John Richard Gott llamó «Principio de Mediocridad»: que ni la Tierra ni el ser humano son (somos) especiales. Entre ellos, el mayor defensor de la panspermia, a quien se suele atribuir su enunciado moderno (aunque apoyándose en trabajos precedentes) fue Svante August Arrhenius. Pese a ser uno de los padres de la química moderna, Arrhenius fue una persona acostumbrada a que sus teorías fuesen ampliamente menospreciadas. Este químico y físico sueco se doctoró en 1884 en la universidad de Uppsala, una pequeña ciudad al norte de Estocolmo, con una tesis que versaba sobre la conducción eléctrica de las disoluciones. Su teoría de disociación electrolítica fue en aquel momento fuertemente criticada por sus profesores y compañeros, quienes otorgaron a su trabajo la mínima calificación posible. Sin embargo en 1903, y como ejemplo de que no siempre la mayoría ostenta la razón, le fue concedido por esas mismas ideas el premio Nobel de Química. La cara que se les quedaría a esos colegas suyos tuvo que ser digna de un poema.

Arrhenius también se interesó por otros campos del conocimiento, entre ellos el problema del origen de la vida, que consideraba una característica universal y no solo propia de la Tierra, lo que le reportó nuevas críticas. En su libro Erde und Weltall formuló la hipótesis según la cual los gérmenes de la vida están extendidos por todo el universo, pero solo se desarrollan cuando encuentran las condiciones adecuadas.

«Las únicas hipótesis malas son aquellas que no pueden ser cuestionadas o evaluadas», diría el mismo James E. Lovelock en referencia a los ataques que sufrió su hipótesis de Gaia. La imposibilidad de demostrar o refutar la hipóteis de la panspermia fue su punto débil durante muchas décadas. Finalmente, somos capaces de estudiar directamente la composición de los cometas y asteroides, algo completamente impensable en tiempos de Arrhenius. La entonces disparatada hipótesis, es considerada hoy en día como un escenario digno de ser estudiado.

En la actualidad, se consideran dos variantes de la panspermia. En primer lugar está la llamada panspermia «dirigida», que propone que la vida se propaga por el universo mediante bacterias o esporas protegidas en fragmentos rocosos como los cometas, capaces de sembrar la vida si se dan unas determinadas circunstancias. Son varios los trabajos científicos que ya han demostrado que las bacterias podrían sobrevivir a las condiciones extremas de temperatura, radiación y velocidad de un viaje espacial, que pudiese dar lugar a la hipotética colonización de un nuevo planeta. Por otro lado, la llamada panspermia «molecular», que defiende que lo que viaja por el espacio no son bacterias, sino moléculas orgánicas que, al aterrizar en algún planeta como la Tierra en un entorno propicio, podrían combinarse con otras moléculas para dar lugar a los elementos necesarios para la vida.

Si bien hasta el momento no existen indicios suficientes para convencer a la comunidad científica de que esa es la explicación más razonable para del origen de la vida sobre la Tierra, parece ganar defensores con el tiempo. Y no simples amantes de lo extraterrestre. Entre ellos se encuentra el astrofísico Fred Hoyle (famoso por sus estudios sobre la fusión nuclear en las estrellas, aunque también por opiniones controvertidas, como su rechazo original a la teoría del Big Bang, acuñada por él de forma involuntaria), o el codescubridor de la estructura del ADN, Francis Crick.

A día de hoy la panspermia continúa siendo solo una hipótesis, pero ante la perspectiva de poder explorar directamente otros cuerpos del Sistema Solar y de continuar conociendo la composición de los cometas, al menos sí que existe la perspectiva de seguir recolectando datos que la refuercen o la refuten. Por supuesto, como bien señalan los críticos, la panspermia en sí no responde a la pregunta sobre el origen de la vida en sí mismo, solo a la cuestión de si esta se originó en nuestro planeta o no.

Si la panspermia acabase siendo la explicación más plausible, sería bonito pensar que, en este instante, soportando todo tipo de radiaciones, el frío más extremo y el silencio más abrumador, habría otros cometas portadores de gérmenes de la vida viajando a velocidades supersónicas por el espacio y que, tras el desesperado e inverosímil suicidio de alguno de ellos, la vida podría estar sembrándose de nuevo en algún otro lugar del universo.

Referencias

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